(11 Julio ´10)
Un segundo lo cambia todo; un rechace en la frontal del área, un pase errado por el héroe de Viena, un balón burlando el fuera de juego, y la genialidad de un pálido mago del balón, elevaron a los altares de los Dioses a un equipo, y por ende a un país anquilosado en sus complejos patrios pasados. Y es que España, esa nación de naciones, esa eterna dicotomía entre izquierda y derecha, entre banderas con coronas y águilas, una nación inmersa en triviales rivalidades históricas que una gesta llamada Mundial ha conseguido apaciguar y demostrar que la historia contada en Congresos y mítines no es más que una sombra intencionada y erróneamente proyectada de una sociedad única que gritó al unísono el gol de Iniesta, que vertió unas lágrimas sinceras que desembocaron en un mar común. Barcelona, Pamplona, Andalucía, Canarias… las mismas imágenes en pueblos empeñados en discutir por una porción mayor del mismo queso. Gente en las calles, bocinas perdiéndose en la inmensidad de un cielo rojo y gualda, banderas decorando las fachadas de cualquier balcón, de cualquier edificio, caras pintadas, camisetas enfundadas, bufandas al aire. Atrás quedaba la España del Statut, la de la más denostada borroka, la de las minorías, la de los olvidados, la de un látigo asfixiante llamado crisis.
Podría hacer mi crónica de un partido de infarto, pero eso sería una ofensa para los eruditos periodistas deportivos que llevaban toda una vida esperando empezar sus artículos con la frase: ¡Campeones del Mundo! Todo está dicho, todo está contado, por lo que no voy a jugar a ser Palomar o Trueba, para eso os dejo el enlace de sus crónicas, unas crónicas que serán eternas, que serán leídas por nietos y bisnietos y que irán ganando valor e importancia a medida que la gesta de Johannesburgo quede mitigada en parte por el paso del tiempo.
Esta entrada es la de un sueño llamado Johannesburgo, la de un viaje al Olimpo que se gestó en plena madrugada de una resacosa guardia posterior a la victoria contra Portugal; en ese órdago lanzado por Juampi, y en ese guante recogido no sin titubeos y pasos en falso. Para un amante al deporte Rey, para alguien que lleva toda una vida maltratando al esférico, soñando emular a sus ídolos, a los Hierro, Suker y compañía que un día soñé ser pero que terminé por desistir e intentar disfrutar de un deporte que suele dar más frustraciones que alegrías, vivir en directo la primera final mundialística de España, es lo más grande, la experiencia más destacada, la que todo el mundo sueña contar, pero tan sólo unos pocos españoles dispersos en la marea naranja que inundaba la capital Sudafricana pudimos narrar en primera persona.
España, ese pequeño país lindero con África es desde hace unos años una potencia deportiva mundial. Desde la eclosión olímpica de Barcelona, el deporte ha dejado de ser un entretenimiento, una mera burla de sentimiento de inferioridad y ha ido calando en una sociedad que se ha ido aburguesando de la mano del deporte. Las gestas aisladas de los Ocaña, del Real Madrid en tiempos del régimen, los Santana, Crivillé, Indurain, Ochoa o Arantxa Sánchez Vicario entre otros, que se contaban con cuentagotas y que servían de opio de un pueblo que se encontraba demasiado ocupado con la pacífica y ejemplar transición, ha encontrado en los Nadal, Contador, ÑBA, Gómez Noya, Lorenzo, Alonso… un manantial de éxitos interminables que cada lunes copan las portadas de unos periódicos nacionales malacostumbrados y de una prensa internacional que se rinde a los pies del país del eterno sol, la tortilla, los toros y el flamenco. Pero faltaba la madre de todas las victorias, la “Pepa” deportiva. España, ese país que durante años sólo vivía por y para el fútbol, que sufrió la humillación de Naranjito, necesitaba esta victoria para cerrar un ciclo que parece no tener fin y que en la pasada Eurocopa empezó a dibujarse. Han hecho falta muchos intentos, muchas decepciones con nombres propios (Eloy, el penalti de Raúl, Zubizarreta, Cardeñosa, el tabique de Luis Enrique, el coreazo de un árbitro de cuyo nombre no quiero acordarme…); unos complejos futbolísticos de fatalismo que se encargó de esfumar Casillas en esa tanda de penaltis contra Italia y que Cesc terminó de rubricar
Esta entrada es un homenaje para nuestros padres, para nuestros abuelos, para los que ya no están y para los que están por llegar; para esa generación de la eterna promesa. Para los que veían en Cuartos una barrera insalvable, para los que alguna vez dijeron que se morirían sin ver ganar a España un Mundial. Para cada niño que invierte las horas de su infancia en campos de tierra, para esas madres que ponen parches a modo de rodilleras, para esas abuelas que regañan a unos nietos que destrozan con el balón las macetas de los patios de las casas, para los padres anónimos que llevan cada domingo a sus hijos y los ven jugar. Para los 23 hombres de Del Bosque, para el propio salmantino, para todos los que en su día se enfundaron la elástica roja, para ti y para mí. Porque somos campeones del Mundo y esto bien vale una eterna y sincera felicitación. ¡Enhorabuena campeones!
Podría hacer mi crónica de un partido de infarto, pero eso sería una ofensa para los eruditos periodistas deportivos que llevaban toda una vida esperando empezar sus artículos con la frase: ¡Campeones del Mundo! Todo está dicho, todo está contado, por lo que no voy a jugar a ser Palomar o Trueba, para eso os dejo el enlace de sus crónicas, unas crónicas que serán eternas, que serán leídas por nietos y bisnietos y que irán ganando valor e importancia a medida que la gesta de Johannesburgo quede mitigada en parte por el paso del tiempo.
Esta entrada es la de un sueño llamado Johannesburgo, la de un viaje al Olimpo que se gestó en plena madrugada de una resacosa guardia posterior a la victoria contra Portugal; en ese órdago lanzado por Juampi, y en ese guante recogido no sin titubeos y pasos en falso. Para un amante al deporte Rey, para alguien que lleva toda una vida maltratando al esférico, soñando emular a sus ídolos, a los Hierro, Suker y compañía que un día soñé ser pero que terminé por desistir e intentar disfrutar de un deporte que suele dar más frustraciones que alegrías, vivir en directo la primera final mundialística de España, es lo más grande, la experiencia más destacada, la que todo el mundo sueña contar, pero tan sólo unos pocos españoles dispersos en la marea naranja que inundaba la capital Sudafricana pudimos narrar en primera persona.
España, ese pequeño país lindero con África es desde hace unos años una potencia deportiva mundial. Desde la eclosión olímpica de Barcelona, el deporte ha dejado de ser un entretenimiento, una mera burla de sentimiento de inferioridad y ha ido calando en una sociedad que se ha ido aburguesando de la mano del deporte. Las gestas aisladas de los Ocaña, del Real Madrid en tiempos del régimen, los Santana, Crivillé, Indurain, Ochoa o Arantxa Sánchez Vicario entre otros, que se contaban con cuentagotas y que servían de opio de un pueblo que se encontraba demasiado ocupado con la pacífica y ejemplar transición, ha encontrado en los Nadal, Contador, ÑBA, Gómez Noya, Lorenzo, Alonso… un manantial de éxitos interminables que cada lunes copan las portadas de unos periódicos nacionales malacostumbrados y de una prensa internacional que se rinde a los pies del país del eterno sol, la tortilla, los toros y el flamenco. Pero faltaba la madre de todas las victorias, la “Pepa” deportiva. España, ese país que durante años sólo vivía por y para el fútbol, que sufrió la humillación de Naranjito, necesitaba esta victoria para cerrar un ciclo que parece no tener fin y que en la pasada Eurocopa empezó a dibujarse. Han hecho falta muchos intentos, muchas decepciones con nombres propios (Eloy, el penalti de Raúl, Zubizarreta, Cardeñosa, el tabique de Luis Enrique, el coreazo de un árbitro de cuyo nombre no quiero acordarme…); unos complejos futbolísticos de fatalismo que se encargó de esfumar Casillas en esa tanda de penaltis contra Italia y que Cesc terminó de rubricar
Esta entrada es un homenaje para nuestros padres, para nuestros abuelos, para los que ya no están y para los que están por llegar; para esa generación de la eterna promesa. Para los que veían en Cuartos una barrera insalvable, para los que alguna vez dijeron que se morirían sin ver ganar a España un Mundial. Para cada niño que invierte las horas de su infancia en campos de tierra, para esas madres que ponen parches a modo de rodilleras, para esas abuelas que regañan a unos nietos que destrozan con el balón las macetas de los patios de las casas, para los padres anónimos que llevan cada domingo a sus hijos y los ven jugar. Para los 23 hombres de Del Bosque, para el propio salmantino, para todos los que en su día se enfundaron la elástica roja, para ti y para mí. Porque somos campeones del Mundo y esto bien vale una eterna y sincera felicitación. ¡Enhorabuena campeones!