jueves, 22 de octubre de 2009

El adiós a Andrés Montes, o por qué todos los jugones sonríen igual



Hubo un tiempo en que el deporte rey en España era lacio, anodino, plano. Una monotonía tan sólo alterada en la voz rasgada de Ángel de la Casa con el gol de Señor ante Malta, en aquel cabezazo de Hierro que nos ponía rumbo a EEUU o en el chut magistral de un mucho mejor defensa que entrenador Koeman que le daba al FC Barcelona su primera Copa de Europa.
Y es no hace tanto que la mayoría de los aficionados alternaban la imagen de la Televisión con las retransmisiones de la radio, mucho más desenfrenadas, espontáneas, menos enconsertadas en los tópicos tan empleados por los comentaristas de la pantalla grande de la época que echaban mano del recurso fácil, del fútbol es así y del fútbol es fútbol

Mientras todo seguía su curso, un hombre (vestido un caballero, desnudo un chimpancé como él mismo se definía) irrumpía más allá del charco, en el curso baloncestístico de las madrugadas de la NBA. Una de esas personas que no deja indiferente a nadie, deleitaba a un público de culto que trasnochaba por el sueño americano, que vio los primeros pasos de ET, los vuelos de Aerolíneas Jordan, la progresión de Robin Hood Nowitky y compañía, todo combinado con los ratata de turno, los pinchos de merluza, con los jugones y demás ticks que hacían de este elocuente comentarista un artista del micrófono.

Querido y odiado en similares proporciones, Andrés Montes entraba en todos nuestros hogares tras un meritorio y exitoso paso por medios menores, como la Cope, Radio Marca o Canal+. La Sexta lo fichaba como hombre fetiche, como imagen de la casa para unirse a el elenco de rostros bellos de una cadena que buscaba en Montes a la Pilar Rubio del deporte. Con su inseparable pajarita, con un fondo de armario digno del mundo circense, con ese eterno moreno, esa cabeza perlada, con esos sombreros con los que nos sorprendía en los sábados de invierno, Montes se había convertido en un monstruo de la comunicación, capaz de convertir sus expresiones tan típicas en algo nacional, en un vocabulario de la calle. Ya no se habla de Puyol, de Calderón, de Van Persie… ahora son Tiburón, Mr Catering, Persianas Van Persie. Un hombre que creo en torno a su figura, a su forma de ser una nueva religión con muchos fervientes seguidores que se agolpaban en el televisor para ver la etapa más gloriosa de la Selección de Baloncesto, que vieron como la España futbolística se volvió a topar con la dura realidad que le acompañaba en Eurocopas y Mundiales hasta la última gran cita de Austria. Seguidores que cancelaban planes para degustar sus gags los sábados por la noche, en algún que otro partido infumable en el que él tan bien sabía zafarse, desviar la atención y entretener, el fin supremo para un periodista deportivo.



Sus detractores, un ejército de carroñeros que veían en Montes a una amenaza para el neoclasicismo deportivo, lo achacaban de sus lagunas de conocimiento, de no entender de fútbol, de repetitivo. No entendían como era incapaz de encontrar las llaves, cómo no se cansaba de ver el fútbol con fatatas, como no se quedaba ronco con tanto ratatatatata. Y es que la envidia es proporcional al talento que una persona es capaz de desplegar. Más que un simple comentarista, Montes demostró ser un comunicador sin igual, un showman camaleónico capaz de entretener en partidos infumables, de no dejar que la gente se durmiera en las madrugadas baloncestísticas de Canal +, en ser juez y parte del buen ambiente que tanta gloria a dado de la mano de los Gasol, Navarro, Espartaco y compañía. Un animal, un profesional, de los pies a esa cabeza pelada que lo identificaba entre todo un estadio.

Lo inesperado es lo que cambia el rumbo de nuestras vidas. Tras apabullar España a Serbia en la reciente final del Eurobasket, Andrés Montes decía un adiós del que nadie sospechaba que se fuera a convertir en un hasta siempre. Montes se despedía momentáneamente de la gran pantalla sin previo aviso, sin pedir explicaciones, como había sido el resto de su vida. Un famoso del que poco o nada se sabía, y que incluso, en el momento de su trágica despedida lo hizo con la rotundidad de sus expresiones pero con la serenidad con la que había encauzado su vida íntima y profesional.



El destino de los grandes hombres parece ser no ver cumplidos sus grandes sueños. Un infarto sesgaba la vida de uno de los grandes, de esas personas que aparecen para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Un trágico final con más luces que sombras, que ha dado y dará lugar a especulaciones, pero desde aquí, rindo pleitesías a ese genio llamado Andrés Montes que se fue en la noche de un sábado 17 de Octubre, dejándonos su mejor lección. Y es que con personas como él, cierto es que…


¡la vida puede ser maravillosa!