miércoles, 24 de junio de 2009

Una de Esclavos


Antes de empezar a escribir, valga por delante que aunque lo parezca no quiero emprender una encrucijada barata y demagoga ante nadie en particular, y mucho menos ante el protagonista de la historia, un David Villa al que admiro casi tanto como jugador que como persona, un ser humano de gran calado y humanidad que le hace más grande al ser quién es, un valor en auge que emana una gran personalidad con la misma facilidad que con la que perfora las porterías rivales.

Estamos en plena convulsión Guaje, un maremoto mediático que no entiende de kilómetros ni de Copas Confederaciones, que no se alivia con un nuevo trofeo que ya vislumbra entre trompetas y bailes sudafricanos. Es el turno de Villa, por su cercanía y por la orquesta mediática que se está montando y que se afana para tocar una nueva partitura de derechos y obligaciones, pero es el viejo cuento de la lechera: donde digo Villa, digo Diego, y entiéndanse por Diego los Makelele de turno, esos jugadores que recurren a un conato de ansiedad forzado con calzador, a un quiero y no puedo, a una rabieta típica de la infancia y que retrata la vida tan fácil que llevan; de esos Robinho que lloran al verse acorralados, que afilan unas uñas que ni mucho menos están labradas en jornada de sol a sol, por una vida dura de la que ellos tanto se alejan.

Sé que mi discurso cae en los vicios fáciles. Soy consciente que puede parecer sensacionalista, y de hecho creo que así es, que lo fácil es ser un demagogo idealista y hacer bandera de la dignidad y el valor de los contratos. Por una vez creo que caigo en esa lacra que desvirtúa lo que se dice, o al menos, creo caer con ganas de ello. Pero también creo que no es justo desenfocar la realidad, ya que un privilegiado no puede ser un mártil por tener piedras en un camino sin esas espinas que endurecen el devenir de la vida.

Esa sabiduría del pueblo llano que se hereda del boca a boca entre generaciones y que es el saber de un pueblo, nos deja una colección de perlas en todos y cada uno de los refranes. Uno de ellos dice eso de que quién no llora no mama. Un pueblo no puede estar equivocado, pero llevar lo general a lo particular, puede desvirtuar el concepto que defiende.

Cuando se tiene todo, uno solo puede aspirar a la perfección, y cuando una alcanza ese sublime peldaño, uno siente ese vacío divino que siempre te hará buscar más, ansiar lo que se te niega, lo que te esquiva. Es lícito que un futbolista, un obrero del balón, un simple payaso de ese gran circo mediático llamado fútbol, deseé ascender y llegar a las más altas cotas de la élite en la que se encuentran instalados y desde la que contemplan el mundo con una visión desvirtuada. Es lícito dejarte seducir por los cantos de sirena del poder, del dinero, del éxito y la fama; y es que es tan lícito como entendible. A fin de cuentas son trabajadores (como servidor), aunque sobrevalorados por una sociedad que los idolatra y venera rayando en ocasiones una enfermiza obsesión, con la salvedad de que su vida profesional tiene una fecha de caducidad anticipada que se data cuando el dolor se hace insoportable, cuando se cansan de bregar en post de un balón, cuando les es imposible seguir el ímpetu de una juventud cada vez más preparada; una efímera carrera que en contraposición está más que bien pagada.

Querer mejorar es un signo de inteligencia, de inconformismo; es el paso previo a la maduración como persona, a la reflexión interna, a la superación. Pero toda metamorfosis interna requiera un toque de cordura, para que ese buque llamado superación no quede en manos del viento, llevado hacia la deriva. Uno antes que nada tiene que ser coherente; no se puede firmar un contrato multimillonario, y a los meses entrar en un proceso autolítico para forzar una salida del Club que tan bien te ha estado dando de comer gracias a un contrato que se firmó sin coacciones ni imposiciones. Una depresión ficticia que es un insulto para esa sociedad que los quiere, para esos trabajadores sin empleo, sin paro y con deudas y familia que mantener; ante esos compañeros de profesión de Divisiones olvidadas que se encierran en vestuarios, que hacen protestas y plantes, que se prostituyen con calendarios de medio pelo para intentar encontrar soluciones a una falta de cobros que los ahoga, oprimiendo el sueño de toda una vida de ser futbolista.

Cuando dos intereses antagónicos se enfrentan, la colisión deja tras de sí un halo de destrucción de dimensiones mayúsculas. El egoísmo del futbolista se enfrenta con la codicia de unos Clubes de fútbol que ven en sus jugadores unos esclavos contemporáneos, la gallina de los huevos de oro, un buen puñado de euros para paliar deudas y asfixia, el camino fácil, una subasta al mejor postor sin escuchar en la mayoría de las ocasiones a esos hombres que son a fin de cuentas los que con sus goles, con su esfuerzo y sacrificio, hacen grande a un equipo, los que enorgullecen a una afición, los que generan un dinero del que todos se benefician y del que todos quieren hacerse dueño. El eterno debate, que al final deja, entre unos y otros la casa sin barrer.

Una historia con culpables, víctimas y cadáveres que se quedan por el camino, pero donde los mártires no tienen cabida, donde no hay esclavos, y sino que se lo pregunten a esos fundadores del blues, a esos esclavos afroamericanos que labraban de sol a sol, unas tierras en busca de un algodón con el que eran moneda de cambio, un cultivo que tenía más valor que su propia vida.

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